Cuando se acabó el carnaval y caen las máscaras

La comunicación perversa, es un conjunto de tácticas y estrategias de manipulación que conforman, en sí mismas, una tecnología discursiva usada por los depredadores intraespecie para causar daño intencionalmente a las personas con el fin de despojarlas y expoliarlas de sus recursos materiales, sociales, simbólicos y, sobretodo, espirituales.

Cuando hablamos de comunicación perversa, hablamos de maldad. No es una maldad ocasional, por error u omisión. Es maldad estructural, con intención y disfrute, sin remordimiento y sin sentir culpa. Es maldad como elección vital, en ejercicio del libre albedrío. Obviamente, si sospecháramos en algún momento de la mala intención de esa persona hacia nosotros, si tuviéramos conocimiento de cómo opera la manipulación perversa y sus efectos traumáticos devastadores, no sólo para nosotras, sino para la familia, el entorno, las instituciones y la sociedad misma; jamás estableceríamos una relación de ningún tipo, ni lo toleraríamos como algo que sólo le pasa a algunos incautos o incautas.

En este sentido, entran acá conceptos centrales que nos ayudan a entender este fenómeno en una dimensión espiritual. El primero de ellos es la hipocresía como elemento relacional, y conceptos subsidiarios como: la máscara, la simulación, el disimulo, el facework o trabajo de imagen (Goffman, 1989) como práctica y actividad social cotidiana, normal y distorsionada en el caso de las personalidades perversas.

 

Otros constructos fundamentales para entender este fenómeno social desde la espiritualidad, es la envidia como emoción nuclear y, la soberbia como actitud existencial; característica estructural de un depredador encubierto, sin desmedro de: la avaricia, la gula, la pereza, la lujuria o perversiones sexuales, entre otras. Sus motivaciones esenciales son:

1) Ser objeto de adoración, el centro de atención, ser dios.

2) Nutrirse de las reacciones emocionales y atención positiva o negativa de sus presas.

3) Destruirte, derribarte, envilecerte, despojarte de tu dignidad, vivir de tus talentos, tus recursos, tus relaciones, tu familia y hasta el alma, si le dejas.

No se trata en ningún caso de demonizar a estas personas, aunque no descartamos que puedan ser instrumentos u operarios del Mal en este mundo, sino más bien, ver el problema desde otra óptica, desde una perspectiva espiritual, y por qué no decirlo, desde una mirada absolutamente crítica a la sociedad de nuestro tiempo, que produce a estos individuos y relativiza toda forma de mal.

Una sociedad que revictimiza y culpa a las víctimas como tontas, confiadas o codependientes, dejándolas solas y opaca las acciones del perpetrador al punto de llegar a la admiración por sus amplias habilidades sociales, pero sin escrúpulos. Relativizando e invalidando la experiencia, las víctimas se quedan sin voz y sin justicia; evitando denunciar o buscar ayuda profesional o entre sus amigos. Lo que a todas luces está mal. El discurso individualista, competitivo hasta la crueldad, egocéntrico y autocentrado de “el vale todo”, porque “el fin justifica los medios” construye idolatrías y promueve de manera alarmante a este tipo de personas.

 

 «Todos tomamos decisiones en la vida, lo difícil es vivir con ellas».

    (película palabras robadas)

— 

 

Por: Dra. Yelitza Ramírez Díaz

yely.ramirez@gmail.com

Síguenos en nuestras redes sociales